(Artículo mío publicado en la revista
Líder Juvenil (www.liderjuvenil.com))
Matías es un joven que creció en un hogar cristiano. Él es parte de un grupo juvenil exitoso en una iglesia considerada más o menos exitosa en su ciudad. Como parte de la estrategia para la formación de líderes, Matías fue invitado a ser parte de uno de los grupos de crecimiento de su iglesia. Se estaba utilizando un libro de trabajo doctrinalmente sólido y juvenil en su perspectiva. Además, las reuniones eran animadas y participativas. Por dos años y medio, Matías asistió y participó en los ejercicios que el material utilizado le pedía.
Un día, Matías decidió irse a la capital a seguir estudios universitarios. El grupo de crecimiento le hizo una reunión de despedida, el pastor de jóvenes lo pasó al frente y afirmó que “este es uno de los jóvenes que representará a Jesucristo y a nuestra iglesia de maneras eficaces en dondequiera que vaya”. Sin embargo, dos meses después, el grupo de jóvenes escuchó que Matías había dejado de asistir a la iglesia en la otra ciudad. Unas semanas después, el pastor de jóvenes se encontró con él en la calle y le preguntó cómo le iba en sus estudios y en su relación con Dios. Con un tono que no llegaba a ser de disculpa, Matías le dijo: “Mire, pastor. La verdad es que recuerdo con cariño las reuniones que teníamos, y el material que estudiamos era muy bonito, pero creo que ya esa es una etapa de mi pasado. Ahora tengo que preocuparme por mis estudios y por salir adelante en cosas más reales, como buscar trabajo. Si quiere, puede orar por mí, ya que creo que mi relación con Dios está fría”.
Andrés es un joven que creció en la calle. Su papá se había ido a Estados Unidos hacía un par de años. Su mamá vendía ropa usada para sostener a sus cuatro hijos, dos de los cuales ya hablaban sobre irse “al norte”. Su mejor amigo era Pablo “El Flaco”, un muchacho mayor que él y que ya se había metido en problemas con la policía varias veces. Andrés y el Flaco pasaban juntos casi todo el día platicando, contando chistes y buscando maneras de conseguir dinero fácil o de gastar el que el papá de Andrés le enviaba.
Casi un año después, la policía se enfrentó a tiros con los dos muchachos por sospecha de posesión de drogas. El Flaco se defendió con furia demoniaca hasta que una ráfaga de balas le arrebató la vida. Andrés fue capturado vivo y, en medio de gritos rabiosos, maldecía a los policías, a los periodistas y a quien se pusiera en frente. Unas horas después, mientras era interrogado, el detective le preguntó: “¿Es tu nombre Andrés Montoya?”. Con una mirada de odio y una sonrisa cínica, Andrés respondió: “Puedes llamarme ‘El hijo del Flaco’”.
No hace falta analizar mucho para saber en cuál de los dos casos hubo un verdadero discipulado. Ambas historias son técnicamente ficticias, pero representan, mayormente, la práctica discipular que existe a nuestro alrededor. Muchos jóvenes llevan vidas “correctas” delante de sus líderes, y aprenden a aparentar madurez y a jugar el juego del “buen discípulo”, pero la verdad es que, sus convicciones resultan poco menos que un mero formalismo religioso; sin significado real. A la vez, existe otra clase de formación; una menos formal, pero más efectiva: la de las relaciones significativas; la del discipulado real. Es por ello que en esta ocasión, se buscará observar el discipulado desde dos perspectivas diferentes: la bíblica y la práctica para obtener una idea más adecuada del concepto y así refinar las estrategias resultantes.
El concepto de discípulo en la Biblia En el Antiguo Testamento. La palabra hebrea para discípulo es
limmud, la cual aparece raramente en el Antiguo Testamento (véase Is. 8:16 y 1 Cr. 25:8). A pesar de ello, por supuesto, el concepto no era desconocido en la época. De hecho, la práctica de aprender bajo la tutela de otra persona está presente en muchas ocasiones. Véase los muy ilustrativos ejemplos a continuación.
a) Moisés y Josué. Es interesante que en varias ocasiones Josué es llamado “servidor de Moisés” (Ex. 24:13; 33:11; Jos. 1:1) o “ayudante de Moisés” (Núm. 11:28). Incluso, Dios mismo reconoce el vínculo que tienen y, cuando habla con Moisés acerca de su sucesor, se refiere a Josué como “el cual te sirve” (Dt. 1:38). Al parecer la relación entre ambos era de mucha confianza, al extremo que Moisés es quien le cambia el nombre de Oseas a Josué (Núm. 13:16). Cuando ya estuvo listo, el líder lo presenta como su sucesor ante la congregación, por mandato de Dios (Núm. 27:16-23; Dt. 34:9). Es interesante que lo que Dios le ordena que haga con Josué es animarlo y fortalecerlo y eso fue lo que hizo (Dt. 1:38; 3:28; 31:7, 23).
b) Elías y Eliseo. En este caso, fue Dios quien le ordenó a Elías que nombrara su sucesor a Eliseo. Lo primero que hizo, cuando lo halló, fue echar su manto sobre él (1 R. 19:19), en un gesto que posiblemente indicaba la investidura y llamamiento para el oficio de profeta. Que así lo entendió Eliseo se observa en el hecho de que pidió permiso para despedirse de su familia (19:20) y, luego, en una acción que indicaba entrega radical, mató los bueyes y utilizó el arado para cocer su carne y celebrar el inicio de una nueva vida. Luego, “fue tras Elías y le servía” (1 R. 19:21). Tres veces se prueba la disposición de Eliseo de permanecer con Elías (2 R. 2:2, 4, 6) y cada vez mostró una firme lealtad y compromiso hacia su padre espiritual. Más aún, cuando su separación estaba cerca le pidió una “doble porción de tu espíritu”; es decir, lo que correspondía al hijo mayor de la familia (Dt. 21:17). En otras palabras, Eliseo pidió ser reconocido como el sucesor legítimo de Elías y así poseer un ministerio caracterizado por el poder de su líder, lo cual le fue concedido por el Señor. La influencia de uno sobre otro se aprecia en el hecho de que, en muchas ocasiones, los estudiosos de la Biblia y la historia israelita se refieren a esta como la época de Elías y Eliseo.
c) Padres con sus hijos. En el Antiguo Testamento, se esperaba que los formadores fundamentales del carácter y las convicciones de los hijos fueran los padres. Desde la fiesta de la Pascua celebrada en el seno familiar (Ex. 12), pasando por Deuteronomio 6:6-9, hasta los prácticos Proverbios (1:8; 6:20; 13:1; 15:5, 20; 23:2, etc.), se esperaba que la enseñanza y el modelo de vida proviniera, no principalmente de los maestros oficiales, sino del hogar como primera escuela de discipulado. Las enseñanzas del templo y de los levitas debían funcionar solamente como apoyo y complemento de lo que los padres hacían.
En el Nuevo Testamento. El término usado en el Nuevo Testamento es el griego
mathetés, que significa simplemente, un aprendiz o alumno. La palabra se encuentra 262 veces en el Nuevo Testamento, todas en los Evangelios y Hechos. Lo anterior hace recordar que el tema del discipulado como tal es típico del ministerio de Jesús y sus apóstoles. Nótese las siguientes observaciones:
a) Los primeros seguidores de Jesús entendían el concepto de seguir a un maestro. No era, estrictamente hablando, algo nuevo para ellos. Ellos habían oído de los discípulos de Moisés (Jn. 9:28), de los de Juan el Bautista (Mr. 2:18) y aun de los de los fariseos (Mt. 22:16). En el mundo griego, la palabra se utilizaba para referirse a un aprendiz de filósofo; es decir, alguien que tomaba la iniciativa para estar con su maestro para aprender de su sabiduría y sus reflexiones. Entre los judíos, el aprendiz pasaba mucho tiempo con el maestro, compartiendo no solo enseñanzas, sino también experiencias diarias, puntos de vista y aun, en muchos casos, su estilo de vida (cp. Jn. 1:38-39). En resumen, el maestro llegaba a ser casi como un padre para el alumno. Por supuesto, la meta era que los discípulos llegaran a ser maestros y enseñaran a otros.
b) Un pasaje que parece resumir la experiencia de enseñanza integral de Jesús con los futuros apóstoles es Marcos 3:14-15. En primer lugar, el texto dice que Jesús seleccionó a un grupo particular de entre sus seguidores (“estableció a doce”). En segundo lugar, el propósito de llamarlos fue que lo acompañaran, al estilo de los maestros judíos, para recibir una influencia directa de parte suya (“para que estuviesen con él”). En tercer lugar, se puede apreciar cómo Jesús les delegó trabajos y les confió diversas labores ministeriales, dándoles autoridad para actuar tal y como él lo hacía (“para enviarlos a predicar y para que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y echar fuera demonios”). Por supuesto, otras estrategias incluían enseñanza, preguntas, lecciones objetivas, historias, desafíos, etc. En resumen, lo que estos doce jóvenes experimentaron fue una total inmersión en la vida de su maestro.
c) Es obvio, a la luz de los evangelios, que Jesús hizo diferencias en cuanto al nivel de relación con sus discípulos. Desde el “círculo íntimo” formado por Juan, Pedro y Jacobo y luego los doce, pasando por los setenta, hasta un grupo más grande, llamado genéricamente “discípulos”, entre los cuales había algunos que no estaban totalmente decididos a seguir a Jesús (Mt. 8:21). Estas diferencias marcaron la intensidad de relación que tendría con cada círculo. Sin duda, la mayor influencia y el mayor cuidado fueron ejercidos sobre los doce.
d) Al final de su vida, Jesús le encarga a sus seguidores a que busquen y enseñen lo aprendido a otras personas provenientes de “todas las naciones” (Mt. 28:19). Es más, en un sentido muy real, parece que Jesús desea que los discípulos sean sucesores suyos y que continúen su obra (Lc. 6:40; Jn. 14:12; 20:21).
e) Aunque el resto del Nuevo Testamento no emplea la palabra “discípulo” para hablar de estas relaciones de influencia, es claro que existen. El ejemplo más destacado e importante para el rumbo que tomará la historia del cristianismo apostólico es el de Bernabé buscando, defendiendo, preparando y estimulando a Saulo, futuro gran líder y teólogo de la iglesia primitiva.
f) A su vez, el apóstol Pablo acostumbraba a hablar de sus “colaboradores”: Urbano (Ro. 16:9), Timoteo (Ro. 16:21; 1 Ts. 3:2), Tito (2 Co. 8:23), Epafrodito (Fil. 2:25), Filemón (Flm. 1), Priscila y Aquila (Ro. 16:3), Marcos, Aristarco, Demas y Lucas (Flm 24). Sin embargo, las relaciones más cercanas las desarrolló con unos cuantos “hijos en la fe”: Timoteo (1 Cor. 4:17; Fil. 2:22; 1 Tim. 1:2; 2 Tim. 1:2), Tito (Tit. 1:4) y Onésimo (Flm 10) y muy probablemente otros más. Parece que la relación con estos “hijos” era muy cercana y similar a la que mantenía Jesús con sus discípulos.
La esencia del discipulado hoy Como puede verse, en la Biblia existe una perspectiva diversa pero clara acerca de la relación que existe en lo que llamamos discipulado. Sin embargo, estos datos podrían quedar solamente como interesantes pero triviales curiosidades de la época bíblica, si no se reflexiona en sus implicaciones para el ministerio discipular en las iglesias de hoy. Es lo que se busca hacer en esta sección.
a) El discipulado no es una manera de fabricar cristianos en serie. En este mundo capitalista globalizado el lenguaje de los negocios se está imponiendo en muchas áreas de la vida, incluso de la iglesia. Así, la mentalidad de muchos líderes al iniciar programas discipulares no es la de formar personas a la imagen de Jesucristo, sino la fabricación de un producto. Aun el escritor LeRoy Eims, por ejemplo, en su excelente libro sobre el tema,
El arte perdido de discipular, compara la formación de discípulos con una fábrica de zapatos, en la cual “el objetivo… no es producir zapatos sino discípulos” (pág. 64). Aunque el propósito de ese autor es el de señalar el fracaso en la formación de personas capacitadas, sin embargo, para evitar confusiones, se debe aclarar que no se trata de crear un producto en serie, ya que las personas poseen sus propias particularidades y distintivos. En este sentido, los patrones y modelos deben ser generales, ya que, lo que funcionó para unos puede no hacerlo para otros. Es que cada discípulo se desarrolla de manera única, de acuerdo a su personalidad y características individuales.
b) El discipulado no es un programa de enseñanza o uso de un material. Este es uno de los conceptos más comunes en las iglesias. De hecho, una de las primeras preguntas que hace un líder que desea iniciar reuniones de discipulado es “¿Cuál es el libro que vamos a utilizar?” o la otra, muy parecida, “¿Qué sistema vamos a seguir?”. Es que, por muy necesario que sea un temario o una guía de estudio, hay que recordar que el estudio de tal o cual material no provocará una automática madurez. De acuerdo a esta idea, las iglesias podrían dar –de hecho muchas lo hacen– un diploma certificando que la persona ha completado el material de estudio y brindándole el flamante título de “Discípulo de Cristo”, sin haber pasado por los rigores de ser aprendiz de “alguien”, ni mucho menos por los siempre difíciles y lentos pasillos de las relaciones personales. Esta actitud termina divorciando la Biblia de la convivencia, convirtiendo el proceso en un ejercicio teórico; mental, no integral. Interesante, pero que no transforma.
c) El discipulado es una reproducción de vida. Fue Juan Carlos Ortíz, en uno de sus más famosos libros,
Discípulo, quien lo dijo de manera contundente: “Un discípulo es uno que aprende a vivir la vida que vive su maestro y poco a poco enseña a otros a vivir la vida que él vive… Por lo tanto, el discipulado no es comunicación de conocimiento o información. Es comunicación de vida… El hacer un discípulo es hacer la duplicación de uno mismo” (pág. 121). Dicho de otra forma, es ocuparse menos por los utensilios de la iglesia y más por las personas de la iglesia; es dejar de ser un funcionario y convertirse en amigo; es dejar de perder el tiempo en compromisos estelares y comenzar a invertirlo en cultivar relaciones fuertes y duraderas. Es que a menudo te busquen en la oficina y no estés allí, sino tomando un café con un joven en dificultades, compartiendo tus propias debilidades y lo que Dios te ha enseñado en su Palabra. Es sentirse feliz y no celoso por el triunfo de un discípulo, como un padre siente suyos los logros de un hijo. Es que tus allegados comiencen a contar las mismas ilustraciones que te escucharon a ti y que presenten ideas tuyas y que agreguen “Esta es mi convicción”.
d) El discipulado es convertirse en un aprendiz de Jesús. No es suficiente que el mentor cristiano reproduzca su propia vida en sus discípulos. En último caso, todo creyente es un seguidor de Jesús. En este sentido, toda relación, currículo de estudio, actividad o reunión de grupo debe tener como meta llevar a los jóvenes a “ser hechos a la imagen” de Cristo (Ro. 8:29). A la vez, toda búsqueda por reproducir la vida debe ir acompañada de una humilde actitud de saberse instrumento en las manos de Dios; solo un espejo que refleja la gloria de Cristo (1 Co. 11:1).
e) El discipulado es estar consciente del costo y estar dispuesto a sobrellevarlo. Jesús contó una parábola muy ilustrativa. Él dijo que había que sentarse y calcular el costo de seguirlo, para no quedar en ridículo al no poder terminar el proyecto de vida que un día se inició (Lc. 14:28-30). Ello contrasta con el esfuerzo de muchas iglesias, las cuales tratan de atraer discípulos prometiendo muchos beneficios, generalmente terrenales, tales como prosperidad, nuevos niveles de ministerio o mayor poder espiritual. Sin embargo, las palabras de Jesús son contundentes: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc. 9:23). El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer explica así estas palabras: “Toda llamada de Cristo conduce a la muerte… la muerte en Jesucristo, la muerte de nuestro hombre viejo a la llamada de Jesucristo” (El precio de la gracia, pág. 82). Este morir al yo y a las pasiones y los deseos propios debe ser enseñando a los discípulos que se selecciona.
Conclusiones e implicaciones A la luz de las observaciones y reflexiones anteriores, hay varias conclusiones a las que se puede llegar:
1) Es necesario que el eje del ministerio sea la formación y no solo la información. En otras palabras, en lugar, por ejemplo, de solamente preocuparse por preparar una buena charla y tener una dinámica alabanza, hay que asegurarse que los jóvenes estén siendo moldeados a través de las enseñanzas de la Escritura, en el contexto de una beneficiosa influencia proveniente de sus líderes espirituales.
2) Es necesario dedicar más esfuerzo y atención a menos personas. Por supuesto, la frase anterior parece contradecir la meta de tener ministerios juveniles exitosos. Sin embargo, así como Jesús dedicó la mayoría de sus tres años de ministerio a un grupo de doce hombres que luego pondrían de cabeza al mundo (Hch. 17:5), así la preparación y capacitación deben estar enfocadas en un grupo de relativamente pocas personas, las cuales reproducirán su vida en otras personas, las cuales, a su vez, se volverán a reproducir (2 Tim. 2:2).
3) Es necesario planear de manera consciente la estrategia mediante la cual se pasará la estafeta del ministerio a nuevas generaciones de líderes. Esta actitud de búsqueda y transmisión ministerial y vital pone en una correcta perspectiva el papel del líder dentro del desarrollo del pueblo de Dios: su trabajo no es hacer la obra de Dios, sino capacitar a personas que la hagan (Ef. 4:11-12); no se trata de ser estrellas, sino facilitadores; no se trata de construir edificios ministeriales impresionantes, sino puentes para que las nuevas generaciones tengan la solidez en Cristo que necesitan.
4) Las condiciones de la cultura actual convierten en urgente la revisión de las filosofías y prácticas cristianas sobre el discipulado. Esta ya no debería ser un programa adjunto a la iglesia; ya no debería ser una reunión semanal más. Se requiere de personas dispuestas a pagar el precio del anonimato a largo plazo, pero con la habilidad y disposición de preparar a otros para que tomen las riendas y se lleven los reconocimientos y aplausos. El líder efectivo de la iglesia ya no se puede dar el lujo de ser solo un espectador pasivo, mientras muchos jóvenes se tambalean en sus convicciones y viven vidas apenas religiosas. Esta es la hora de la influencia; es hora de inyectar vida; es hora de tener hijos espirituales, en lugar de oyentes.